viernes. 20.12.2024
Foto: Annie Gabriela Peña
Foto: Annie Gabriela Peña

Por: Annie Gabriela Peña

A sus 21 años, Silvana Vicente dejó su hogar en la comunidad nativa de Yomibato, la más alejada de la ciudad de Puerto Maldonado, situada al interior del Parque Nacional del Manu, para convertirse en maestra. Cuatro días de viaje le tomó surcar los ríos para llegar a la capital de la región Madre de Dios a perseguir su sueño. “Vine sola, dejando a mi familia y a mi hijo pequeño con mis padres. Todo aquí es diferente. Al inicio me sentía triste y asustada, pero sé que estoy aquí, esforzándome, por mi hijo”.

En Madre de Dios, región amazónica del sur oriente peruano, se repiten a diario historias como la de Silvana. Este departamento, conocido como la 'Capital de la Biodiversidad del Perú', alberga a más de 30 comunidades nativas. Según el último censo del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), realizado en 2017, Madre de Dios es la región amazónica con mayor porcentaje de ciudadanos que se considera indígena, con cerca del 40 %. Además, el 22 % tiene como lengua materna una lengua originaria.

Para Silvana, salir de Yomibato por primera vez no solo fue un reto para superarse en el ámbito personal y profesional. Representó un compromiso con su comunidad: el de regresar con una carrera profesional culminada para contribuir a la falta de docentes de Educación Intercultural Bilingüe (EIB). Una realidad que decenas de comunidades indígenas viven en la cuenca amazónica, donde la falta de acceso a servicios educativos y de calidad limita las oportunidades para un mejor futuro de miles de niños, niñas y jóvenes.

La comunidad nativa de Yomibato, perteneciente a la etnia matsigenka, es la más remota de la región. Con más de 400 habitantes, se estima que al menos la mitad son menores de edad. Su aislamiento geográfico y la limitada infraestructura educativa dificultan el acceso a una formación integral para sus jóvenes. Esta realidad no es única; refleja lo que se vive en muchas comunidades en Madre de Dios, hogar de ocho pueblos indígenas: Amahuaca, Asháninka, Ese Eja, Harakbut, Kichwa, Matsigenka, Shipibo-Konibo, Yine y Awajún.

Foto: Paolo Peña
Foto: Paolo Peña

En las últimas décadas, mujeres indígenas de diversas etnias han migrado a las ciudades del Perú en busca de mejores oportunidades. Mientras algunas esperan regresar para contribuir al desarrollo de sus comunidades, otras han encontrado en la ciudad un nuevo hogar, formando familias e integrándose a este entorno. Sus historias muestran la migración interna como un fenómeno que pone en evidencia las profundas desigualdades para el acceso a la educación, el trabajo y una vida digna en sus lugares de origen.

Un proceso de adaptación

Al igual que Silvana, Maribel Carase, del pueblo indígena Harakbut, también tuvo que dejar décadas atrás su comunidad nativa de Shintuya para poder estudiar la secundaria. Aunque en contextos distintos, ambas enfrentaron desafíos únicos: Silvana, en una ciudad más abierta pero llena de barreras, y Maribel, en una época en la que las oportunidades eran escasas y la discriminación y los prejuicios contra la población indígena, y en especial, contra las mujeres indígenas, era incluso más evidente.

“Decían que si eras mujer no servías para estudiar y era mejor que te casaras y formaras tu familia. Mi pensamiento no era así, pero el de los padres sí. Es que antes a las mujeres ya las casaban incluso desde bebés, una ya sabía con quién formaría familia. Y por ese miedo yo tenía que seguir estudiando”, cuenta Maribel. Técnica en salud y pronto a terminar su segunda carrera profesional, Maribel migró a la ciudad para estudiar con una beca en el colegio Santa Rosa de Puerto Maldonado, como residente del internado Santa Cruz.

Foto: Paolo Peña.
Foto: Paolo Peña.

Como muchos migrantes indígenas en la ciudad, al inicio enfrentó el desafío de adaptarse a un nuevo idioma y a formas de convivencia distintas a las de su comunidad. “Algunas compañeras del colegio no sabían que era de una comunidad. Cuando se enteraban, te miraban como un bicho raro. Me sentí rara la primera vez (...) El castellano también era un poco difícil. Estudiaba más que todo cómo entender, porque al procesar el idioma en mi lengua Harakbut, el interpretarlo me demoraba. Eso me chocó bastante”, cuenta.

Zulma Nube, artesana del pueblo Harakbut, también tuvo que atravesar los obstáculos propios de las diferencias culturales y lingüísticas en la ciudad. Aunque su primera experiencia de migración fue a un entorno andino, el prejuicio étnico-racial y la sensación de ser vista como diferente afectó su autoestima. “Llegué a la ciudad de Cusco y al toque se dieron cuenta. Lo primero que le dijeron a mi hermana fue: 'te trajiste la nativita'. Siempre escuchaba eso. Me sentí acomplejada y eso me afectó emocionalmente”, recuerda.

Una experiencia similar vivió Janeth Cairuna, artesana del pueblo Shipibo-Konibo, cuando llegó con sus padres desde su comunidad Santa Lucía, en la región Ucayali, para tener acceso a mejores oportunidades educativas en Puerto Maldonado. “Cuando éramos niños, niñas, no teníamos mucho conocimiento de cómo afrontar el tema de la discriminación. La sociedad era muy cruel en aquellos tiempos cuando nos veían a nosotros de comunidades nativas, y más cuando estábamos vestidos con nuestro traje tradicional”.

La adaptación en la ciudad, a donde llegó por primera vez a inicios de este año, tampoco ha sido fácil para Silvana Vicente. “Cuando llegué para dar el examen de ingreso al Instituto Pedagógico, me dijeron: hay competencia, no vas a poder. Pero aprobé todo. Al inicio me sentía triste. Siempre recuerdo mi comunidad, las actividades que hacíamos, a mi hijo. Pero ya me acostumbré. Ahora me siento orgullosa. Quiero seguir estudiando para terminar mi carrera y regresar a mi comunidad”, expresa.

Foto: Annie Gabriela Peña
Silvana Vicente llegó desde la comunidad nativa de Yomibato para estudiar en la ciudad. Foto: Annie Gabriela Peña

A pesar de los esfuerzos de muchos migrantes indígenas por acceder a mejores oportunidades educativas en la ciudad, los obstáculos que enfrentan en el proceso reflejan las carencias que siguen existiendo en sus comunidades de origen. En muchas de ellas la educación sigue siendo limitada y la falta de docentes bilingües contribuye a esta desventaja educativa, perpetuando la desigualdad y dificultando el acceso a una formación de calidad que respete y valore las lenguas y culturas originarias.

El desafío educativo

“En mi comunidad no hay docentes que hablen la lengua matsigenka. Son monolingües. A veces los docentes que llegan critican las costumbres y nos discriminan”, relata Vicente, señalando las dificultades que enfrentan los estudiantes indígenas. Aunque las políticas educativas en el Perú promueven la EIB para garantizar el acceso a una educación inclusiva y respetuosa de la diversidad cultural y lingüística de los pueblos originarios, su implementación aún enfrenta importantes desafíos en zonas como Madre de Dios.

A esto se suma que en esta región amazónica la sexta parte de las comunidades no cuenta con acceso completo a la educación secundaria. Esta limitación ha llevado a muchas familias a enviar a sus hijos, y en menor medida, a sus hijas, a estudiar fuera. Una realidad que se ve reflejada en las tasas de analfabetismo regional. Aunque, en general, son inferiores al promedio nacional, la tasa de analfabetismo en mujeres es del 5,2%, casi el doble del promedio de 3,5% en Madre de Dios, lo que revela una brecha de género en la alfabetización.

Foto: Paolo Peña
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 “No siempre las niñas tienen la oportunidad de estudiar. He estado en comunidades donde las mamás, en su entender, prefieren que los niños vayan a estudiar porque las niñas son las que les ayudan en la casa con las tareas del hogar y a cuidar a los hermanitos, porque a veces no se tienen uno o dos hijos, sino más”, explica Mariela Reyna, actual docente del Colegio Santa Cruz, en Puerto Maldonado, y durante seis años coordinadora de la Red Escolar del Sur Oriente Peruano (RESSOP).

Como profesora, destaca que la calidad educativa no solo depende de los docentes, sino también de la exigencia e implicación de los padres de familia. Para lograr una educación de calidad, resalta que los padres deben ser los primeros educadores, estableciendo horarios de estudio en casa, reforzando lo aprendido y motivando a los niños a comprender la importancia de lo que aprenden. "No van a aprender solo oyendo, sino practicando, investigando y profundizando el por qué lo que están aprendiendo es relevante”.

Para Ximena Balbín, antropóloga del Grupo de Antropología Amazónica (GAA) de la PUCP, la educación de los hijos suele ser otra de las razones por las que las mujeres migran a la ciudad. Se trata de una respuesta a la limitación en el acceso a la educación formal que existe en la mayoría de las comunidades nativas. “Esta migración a menudo no es planificada y se extiende por diversas razones, como los ciclos escolares, fines laborales o la formación de compromisos familiares”, explica.

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La Plaza de Armas de Puerto Maldonado. Foto: Paolo Peña

El impacto de la migración no solo está relacionado con la educación, sino también con la desconexión que muchas mujeres sienten al llegar a las ciudades, señala. En las comunidades, las redes de apoyo son esenciales para la vida cotidiana. “Para cuestiones desde la comida, que te compartan yuca o pescado, hasta escuchar el consejo de otras mujeres o parientes, son cosas difíciles de tener en la ciudad, así como otros mecanismos de reciprocidad, como el apoyo en el cuidado de los hijos”, menciona Balbín.

Una tierra minera y de migrantes

El crecimiento poblacional en Madre de Dios ha sido impulsado principalmente por la migración interna. Según el INEI, el 40 % de la población proviene de otras zonas del país. A pesar de su gran extensión territorial y de ser el tercer departamento más grande del Perú, presenta la menor concentración poblacional a nivel nacional. Para 2025, se estima que la región albergue a más de 200 mil personas, de acuerdo con las proyecciones de la estadística poblacional del INEI.

Foto: Paolo Peña
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Un punto importante para explicar el fenómeno migratorio en Madre de Dios es la construcción de la Carretera Interoceánica Sur, en 2011. Esta vía permitió conectar las principales ciudades de la sierra peruana con la región, facilitando el acceso hacia Brasil y Bolivia. Con el nuevo corredor, se dinamizaron actividades agropecuarias y comerciales, pero también se generó un aumento significativo en el flujo migratorio de personas en busca de oportunidades económicas, especialmente en el sector minero.

La minería artesanal y de pequeña escala (MAPE) es uno de los principales motores de la migración hacia Madre de Dios, según un informe publicado en 2022 por Conservación Amazónica (ACCA) y el Proyecto Prevenir de USAID. Se calcula que esta actividad sostiene la mitad de la economía regional. Sin embargo, el 90% de las actividades mineras en la región son informales o ilegales, y representan más del 66% de las exportaciones de oro que proviene de Madre de Dios.

En ese sentido, este proceso migratorio ha traído consigo una serie de desafíos significativos, especialmente en términos sociales y ambientales. La falta de acceso a servicios básicos, los problemas de salud pública y la contaminación de los ríos son algunos de los principales retos. En Puerto Maldonado, cerca del 78% de los adultos presenta niveles de mercurio superiores a los estándares internacionales debido a las prácticas mineras irresponsables, revela el informe.

Economías por la vida

La fiebre del oro ha provocado que, solo en las últimas tres décadas, se perdieran cerca de 100 mil hectáreas de bosque en Madre de Dios. Según el informe Migraciones Internas de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), publicado en 2015, el crecimiento poblacional de la provincia de Tambopata, donde se ubica la capital de Madre de Dios, está vinculado con el aumento en la extracción del oro que, a su vez, provoca un daño ambiental irreversible por el uso de mercurio e hidrocarburos que son regados en el río.

En contraste a esta realidad, en el noreste de la región, el Parque Nacional del Manu y la Reserva Nacional de Tambopata se destacan como atractivos turísticos para visitantes nacionales y extranjeros por su gran riqueza de flora y fauna. Estas áreas naturales protegidas, aunque aún poco conocidas y exploradas a nivel nacional, ofrecen un gran potencial para el ecoturismo, lo que podría convertirse en un motor importante para el desarrollo sostenible para la región, lejos de las actividades extractivas.

En este contexto, iniciativas como la de Maribel Carase y su familia son cruciales para la conservación de la biodiversidad y la recuperación de prácticas culturales indígenas. Ori’Numba (Bosque de Madre de Dios en lengua Harakbut) es un emprendimiento de turismo comunitario ubicado en el corredor turístico de Tambopata, a 15 minutos de Puerto Maldonado, enfocado en la recuperación de semillas nativas de áreas mineras, quema de pastizales y otras zonas depredadas de la Amazonía.

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Maribel Carase fundó junto a su familia Ori'Numba. Foto: Annie Gabriela Peña

Para mantener su conexión con el territorio, desde 2019, Ori’Numba busca acercar la diversidad de los bosques y los saberes ancestrales de las comunidades de Madre de Dios a la ciudad. A través del guiado por heliconias, orquídeas y otras plantas sembradas, así como la reproducción de abejas nativas rescatadas, acercan a los visitantes a la cultura Harakbut y al mismo tiempo, llevan un poco de las comunidades a la ciudad a través de la venta de artesanías.

Una alternativa económica sostenible que, aunque recién está empezando a ganar impulso, representa una ayuda a la economía local de las comunidades. “Hemos creado este emprendimiento porque nos preocupa la preservación ambiental, y la conservación también de nuestra propia cultura e identidad. Es una esencia viva que nosotros practicamos y sentimos. Ya que la economía está estancada en las comunidades, tratamos de sacarlos acá. No será mucho, pero es algo que alivia”, explica Carase.

También de raíces Harakbut, Zulma Nube, originaria de la comunidad nativa de Puerto Luz, se dedica a creación y venta de artesanías inspiradas en su herencia cultural. Desde joven, empezó a crear collares, pulseras y aretes para apoyar a su hermana y costear sus estudios secundarios y superiores. A raíz de una situación de acoso laboral que vivió, aunque estudió la carrera de operadora de maquinaria pesada múltiple, optó volverse independiente y dedicarse por completo a la venta de su arte.

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Zulma Nube se dedica a la venta de artesanías y prendas inspiradas en su cultura, Harakbut. Foto: Annie Gabriela Peña

“Decidí nunca más trabajar para nadie porque no quería que mis derechos sean pisoteados. No por ser mujer van a abusar de ti o de tus derechos. Me decía: tú como mujer vales mucho, tú puedes. Quién dice que las mujeres solamente están para la casa, tener hijos o atender al hombre”, recuerda. Zulma ahora se dedica a la venta de polos, bolsos y bisutería que refleja los conocimientos e historias heredadas de su madre y comunidad. Lleva la cultura Harakbut y la resiliencia de la mujer indígena en todo que hace.

Al igual que Zulma, Janeth Cairuna aprendió el oficio de la artesanía gracias a su madre, quien, con esfuerzo y dedicación, vendía sus productos para sostener a una familia con diez hijos. A los 9 años, comenzó a hacer sus primeras piezas de bisutería, y aunque la situación económica de su familia no le permitió estudiar una carrera superior, no se rindió. A los 27 años, decidió enfocarse en su emprendimiento, participando en talleres y capacitaciones que la ayudaron a poner en marcha su propio negocio.

Con el apoyo de instituciones como Cáritas Madre de Dios, Janeth pudo adquirir maquinaria para seguir desarrollando su emprendimiento. En 2015, ganó el concurso de maestra de la artesanía regional, y en 2016, formalizó su emprendimiento, Ayahuasca Joa, con el que llegó a ferias a nivel nacional e internacional. Pero su mayor satisfacción, cuenta, vino con su certificación como experta en diseño textil, que le permitió trabajar en instituciones como el Centro de Producción Regional de Madre de Dios, donde dictó talleres por tres años.

El rol de la misión

Puerto Maldonado se fundó a orillas de los ríos Madre de Dios y Tambopata hace 122 años. Era inicialmente territorio indígena. La fiebre del caucho, a fines del siglo XIX, marcó un precedente histórico, transformando la ciudad y la región en un centro clave para la extracción de recursos naturales. Fue entonces cuando la ciudad comenzó a consolidarse. Sin embargo, no fue hasta la llegada de los misioneros dominicos que comenzaron a construirse las primeras escuelas y centros de salud.

En 1910, los misioneros establecieron la Misión "San Jacinto" en Puerto Maldonado. Desde allí, el padre Pío Aza emprendió varias expediciones por la región, enfrentándose a la dura realidad del Bajo Madre de Dios: la explotación de los caucheros, el tráfico de esclavos y la desidia de las autoridades ante estos abusos. La presencia de los misioneros fue esencial para la supervivencia de la ciudad, pues luego de la fiebre del caucho, fueron ellos quienes lograron que intervenga el gobierno para impulsar el progreso en la zona. 

“Los dominicos lo que hicieron fue montar su misión sobre cuatro pilares. Lo primero que hacían cuando llegaban las comunidades era montar la escuela, el internado. El Instituto Pedagógico también era de los dominicos. Ese era el primer pilar: la educación. Después era la salud”, explica el vicario del Vicariato de Puerto Maldonado, Manuel Jesús. Esta labor educativa impulsó la creación de los primeros colegios, los cuales, con el tiempo, pasaron a ser administrados por el Estado.

Foto: Paolo Peña
Foto: Paolo Peña

Así, la presencia de la Iglesia católica en la educación perdura desde la fundación de la región hasta hoy, a través de los colegios, los internados y la Red Escolar del Sur Oriente Peruano, un convenio del vicariato con el Estado creado en 1953 para brindar educación en comunidades indígenas amazónicas. La RESSOP administra 79 escuelas en los departamentos de Madre de Dios, Cusco y Ucayali, con el objetivo de mejorar la calidad educativa en comunidades y zonas remotas en la Amazonía.

Esta red busca promover el desarrollo sostenible de los pueblos indígenas amazónicos a través de una educación de calidad, respaldando la necesidad de docentes bilingües. Aunque la falta de maestros capacitados sigue siendo un desafío en la región, Mariela Reyna, docente y coordinadora durante seis años de la RESSOP, destaca un cambio positivo en los últimos años, con jóvenes de las comunidades asumiendo cada vez más roles docentes luego de terminar sus estudios de Educación.

Oportunidades para el futuro

El Vicariato Apostólico de Puerto Maldonado también tiene a su cargo varias residencias y colegios en convenio para brindar oportunidades educativas a los estudiantes de comunidades indígenas y ribereñas que carecen de secundaria en sus localidades. Estos centros incluyen los internados de Sepahua, Kirigueti, Timpía, Koribeni, Pangoa, Shintuya, ubicadas entre Madre de Dios, Ucayali y Cusco; así como la residencia Santa Cruz y la de los Hermanos Maristas, ubicadas en la ciudad de Puerto Maldonado.

Estudiantes del internado en Shintuya, Madre de Dios. Foto: Selvas Amazónicos
Estudiantes del internado en Shintuya, en Madre de Dios. Foto: Selvas Amazónicas.

Administrada por las Hermanas Misioneras Hijas de la Purísima Virgen María, desde 1988 la residencia Santa Cruz se dedica a la educación y promoción de mujeres indígenas. Allí fue donde Maribel Carase, una de las primeras promociones, logró terminar sus estudios secundarios con el acompañamiento de las misioneras. “Las hermanas mexicanas tuvieron un rol muy importante como mamás. Necesitábamos cariño, esa sensación, ese abrazo. Era todo un año estar sin mamá ni papá”, recuerda.

Su esfuerzo y perseverancia durante cinco años en la ciudad le valió acceder a una beca por parte del vicariato para estudiar la carrera técnica de Enfermería en Cusco. “Fue un rol muy importante el del vicariato, me ha brindado mucho apoyo. Si no hubiera sido así, creo que me habría quedado en la comunidad. Para mí, el vicariato a todos nos ha apoyado sin excepción. Nadie puede decir que no le ha dado la oportunidad. Algunos paisanos no han querido seguir estudiando. Ellos sabrán el por qué sus decisiones”, explica.

Además del Vicariato, otras iniciativas han surgido para brindar alternativas educativas a los jóvenes indígenas en la ciudad. La Federación Nativa del Río Madre de Dios y Afluentes (Fenamad) también ha asumido un rol en esta labor, creando espacios como la Residencia Estudiantil de Miraflores, destinada a jóvenes indígenas que migran en busca de educación secundaria o superior. Esta residencia no solo ofrece alojamiento, sino también acompañamiento en su formación académica y personal.

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Silvana Vicente estudia con el apoyo de la Fenamad en la ciudad. Foto: Annie Gabriela Peña

Allí es donde llegó Silvana Vicente, acompañada de su hermano, para estudiar la carrera de Educación Primaria Intercultural Bilingüe en el Instituto Pedagógico Nuestra Señora del Rosario. “Al principio me sentí incómoda y extrañaba mucho a mi comunidad. Fue difícil adaptarme, pero con el tiempo hice amigos y encontré apoyo en el albergue. Ahora me siento feliz de estar aquí, estudiando para ser docente bilingüe y cumplir mi meta de regresar a mi comunidad como profesional”, comenta.

Por otro lado, las Hermanas Misioneras Dominicas del Rosario han desempeñado un papel fundamental en la promoción y educación de la mujer indígena en la región. Desde su llegada en 1915, con una clara vocación educativa y sanitaria, se han dedicado prioritariamente a la educación y promoción de la mujer indígena y vulnerable. En su labor educativa, en los últimos años han impulsado talleres y programas en la ciudad destinados a fortalecer el liderazgo y la participación de la mujer indígena en diversos ámbitos.

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Las hermanas dominicas durante los talleres con mujeres indígenas en Puerto Maldonado.

En los talleres que realizan una vez al mes en Puerto Maldonado, alrededor de 30 mujeres indígenas se reúnen en un espacio en el que pueden compartir sus vivencias y conocimientos, aprender nuevas habilidades, conocer sus derechos y revalorizar sus tradiciones, costumbres y lenguas maternas. “A mí me gusta porque estoy aprendiendo a valorar nuestros orígenes, costumbres, y a no perderlas en la ciudad”, menciona Bertha Solizonquehua, del pueblo Wachipieri, originaria de la comunidad Santa Rosa de Huacaya.

Durante años, Bertha se desempeñó como dirigente indígena en su comunidad. Fue secretaria de asuntos de salud y secretaria de defensa. Llegó a la ciudad a fines de los 80 porque su hijo mayor obtuvo una beca para estudiar. Su historia de migración la llevó a viajar a regiones como Ucayali, Arequipa y Lima, donde vivió los primeros veinte años de su vida y tuvo a sus hijos. Sin embargo, en su memoria tiene siempre presente las tradiciones y conocimientos ancestrales heredados por su madre, una mujer matsigenka.

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Bertha Solizonquehua aún recuerda su lengua y las tradiciones heredadas por su madre. Foto: Annie Gabriela Peña

“Mi madre me había enseñado a hacer los kempus, como llamamos a elaborar esas ollitas de barro. Se sacaba de un árbol pero por la misma depredación de las chacras ya no hay ese material. Si yo estuviera en mi comunidad lo haría porque lo aprendí de mi madre. Pero estando en la ciudad, te prohíbes de hacer esto”, relata. “No pierdo esa tradición que mi madre me dejó. Entonces al ir a pescar, preparar un pacamoto, preparar el patarashca, es algo normal, algunas medicinas también me enseñaron”.

Migrar sin retorno

No todas las mujeres indígenas que migran a las ciudades para acceder a educación o mejores oportunidades laborales regresan a sus comunidades. Muchas de ellas encuentran en las ciudades nuevas posibilidades de desarrollo personal y profesional, tanto para ellas como para sus familias, reconstituidas ahora en la ciudad. Estas mujeres enfrentan un dilema complejo: valorar las raíces que las conectan con su comunidad de origen mientras construyen una nueva vida urbana que, a menudo, resulta incompatible con el retorno.

Para Zulma, regresar a su comunidad no es una opción. Considera que volver sería como dar un paso atrás después de todos los logros obtenidos en la ciudad. Ella encontró en su hijo una motivación para seguir adelante, enseñándole valores que refuercen su identidad indígena, y al mismo tiempo, lo preparen emocionalmente para el futuro. Con su trabajo como diseñadora, sueña con trascender en las pasarelas y crear piezas únicas que plasmen las historias y el conocimiento de su pueblo y cultura.

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Zulma Nube busca un futuro mejor para su hijo en la ciudad. Foto: Annie Gabriela Peña

“Quiero que sepan que la mujer indígena representa la resiliencia, la conservación y la salvaguarda de conocimientos ancestrales. Porque con nosotras está la cosmovisión indígena que plasmamos en nuestras pinturas. Estamos dando a conocer nuestros orígenes”. Su objetivo ahora es que más personas entiendan y valoren a las mujeres indígenas, así como poder acceder a más espacios para dar a conocer su arte y cultura. “No por ser indígena somos menos que otros”, dice.

Por otro lado, Janeth Cairuna ha establecido su vida en Puerto Maldonado, donde formó su familia y tiene su emprendimiento. Sus prioridades actuales se centran en garantizar la educación y el futuro profesional de sus tres hijos, algo que sería difícil de lograr en su comunidad. Janeth se esfuerza por transmitir sus conocimientos a las nuevas generaciones por medio de sus artesanías y los talleres que imparte, mientras aboga por una sociedad más inclusiva, que valore e impulse el reconocimiento de la diversidad cultural.

“Yo ya me integré a esta ciudad. Pero no olvidándome de quién soy ni de dónde vengo. Sabemos que dejamos mucha familia en nuestras comunidades, pero todos como mamás o como papás queremos lo mejor para nuestros hijos y creo que nos estamos esforzando a diario para eso”, menciona. En esa línea, tiene siempre presente su identidad indígena. “Como mujeres indígenas tenemos que seguir transmitiendo y rescatando nuestras tradiciones y cultura. No queremos que se pierda lo que nos han heredado”.

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Desde 2016, Janeth Cairuna se dedica a su emprendimiento Ayahuasca Joa. Foto: Annie Gabriela Peña

Bertha Solizonquehua, en cambio, experimenta un conflicto más profundo. Aunque conserva su lengua originaria, lamenta no haberla enseñado a sus hijos por el temor de que fueran discriminados. Ella también enfrenta restricciones que dificultan un posible regreso a su comunidad, como las normativas o estatutos comunales que limitan la reintegración de quienes han estado ausentes por muchos años o se han casado con foráneos, lo que refuerza un sentido de marginación incluso dentro de su propio pueblo.

“Ahora yo tengo mi familia, mi casita en la ciudad y vivo con mi hija. A la edad que tengo, a veces me antojo y digo, cómo no estoy en mi comunidad para comer la uncucha, el dale dale y otras frutas. Cuánto quisiera regresar. Pero cuando tú tienes una familia que no es de la comunidad, ya no puedes. También hay esa discriminación cuando no debería ser porque antiguamente no existía”, explica. “En la comunidad se dice que cuando la persona vive tantos años fuera y no regresa, ya no tiene la oportunidad de hacerlo”.

Las historias de Maribel, Silvana, Janeth, Zulma y Bertha reflejan las experiencias de mujeres indígenas que han transformado la migración en una herramienta para el cambio y la superación. Si bien encontraron nuevas oportunidades en ciudad, sus decisiones están marcadas por diversos desafíos durante su proceso de adaptación. A pesar de ello, han asumido la responsabilidad de transmitir sus raíces culturales, asegurando que sus hijos crezcan orgullosos de su identidad indígena y preparados para enfrentar el mundo de hoy.

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Este reportaje fue ganador de la beca del concurso "Narrativas que transforman", otorgada por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y el Instituto de Democracia y Derechos Humanos (IDEHPUCP). No habría sido posible sin la colaboración y apoyo de diversas personas e instituciones que generosamente brindaron su tiempo, conocimientos y espacios.

Agradecemos profundamente a las mujeres indígenas que compartieron sus historias con valentía y sinceridad: Bertha Solizonquegua, Silvana Vicente, Janeth Cairuna, Zulma Nube, Maribel Carase y Elsa Pacaya. Reconocemos especialmente el apoyo de las Hermanas Misioneras Dominicas del Rosario, el Vicariato Apostólico de Puerto Maldonado, Cáritas Madre de Dios y el Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica (CAAAP). 

Rostros de resistencia: Historias de migración de mujeres indígenas en Madre de Dios